miércoles, enero 10, 2007

Liegnitz


La excitación hacía que temblara sobre la montura. Pero no era yo el único que estaba nervioso. Notaba el nerviosismo de mi propio caballo. Notaba sus temblores, sus escalofríos. El caballo nervioso. El jinete, no digamos.
En aquel momento toda su vida pasaba por delante de sus ojos. Su vida de niño correteando por los alrededores de Liegnitz, la visión de los ojos claros de su madre, los ojos oscuros de su padre, los ojos indescriptibles de María que lo esperaban tras las murallas de la ciudad. El olor a pan horneándose, el olor de la cebada cortada, el olor a la tierra mojada.
Miró alrededor y vio muchas caras que conocía. Allí estaba lo mejor de su país, lo mejor de Polonia. Estaban los mejores guerreros, los jóvenes de sangre más noble. Ciertamente Enrique de Silesia había conseguido unir un ejército impresionante. Allí estaban las fuerzas de los otros príncipes, allí estaban los mineros voluntarios bávaros, algunos Templarios y algunos Hospitalarios, y por últimos los sorprendentes fuerzas de la Orden de los Caballeros Teutónicos. Habían estado esperando toda la noche al ejército de Wenceslao de Bohemia, pero no había aparecido. Así que deberían luchar en solitario contra los mongoles. No se sabía nada de los bohemios, y no podían esperar más. Los mongoles de Bailar se acercaban.

De pronto hubo voces en un lado de las fuerzas. Cuando se giró vio como un numeroso grupo de guerreros mongoles atacaban las filas de sus soldados. ¿De dónde habían salido? ¿cómo no los habían visto llegar? Vio como Enrique alzaba su espada y se lanzaba a la carga. Espoleó su caballo y lo siguió mientras desenvainaba la espada. El choque fue brutal. Los caballos mongoles no aguantaron la embestida. Eran caballos pequeños, casi ponis. Y en la primera carga muchos cayeron. Dio un corte con la espada en la garganta de alguien que no pudo gritar y notó como la sangre ajena le manchaba la cara y la coraza. Dio otro corte, y otro, y otro. Se oían alaridos y gritos. Y entre ellos pudo ver como iban ganando la batalla. La excitación se adueñó de su cuerpo y un ímpetu difícil de explicar lo empujaba a acabar con todos aquellos que habían osado atacar su ciudad.

Las tropas de los mongoles empezaron a retirarse entre los gritos de alegría de los polacos. Ríos de sangre corrían entre los cadáveres que tapaban el suelo a los pies del caballo. Miró a Enrique para ver que orden daba. Y dio la orden que más quería escuchar. Espoleó al caballo y se lanzó en la persecución de aquellos bastardos mongoles. Sus caballos eran más rápidos y pronto dieron alcance a los más rezagados mongoles. Todos fueron muertos. Veía el miedo en la forma de cabalgar de aquellos mongoles. ¿Qué se habían creído? ¿Qué podían vencer a los polacos? Ellos eran verdaderos guerreros, guerreros sin miedo a la muerte que estaban demostrando a esos asiáticos que no tenían nada que hacer frente a ellos. Cuando volviera María lo recibiría con un abrazo. Sería un héroe.

Espoleó aún más al caballo, al mismo tiempo que golpeaba la espalda de un mongol haciendo que cayera de su montura entre gritos desesperados de dolor. De pronto vio con sorpresa como los guerreros de Bailar que iban más adelantados se giraban y volvían hacia ellos. ¿Cargaban? Era un suicido. De repente vio como un humo oscuro empezaba a salir de las elevaciones que los rodeaban e impedía el contacto visual con sus fuerzas a pie. Lo siguiente que vio fue una multitud de guerreros aparecer por encima de las montañas. Estaban cargando. Y sus vestimentas oscuras dejaban bien claro que no eran las fuerzas de Bohemia. Empezó a rezar mientras las ideas se confundían en su cabeza con las imágenes de María.


El 9 de abril de 1241, cerca de la actual Legnica (Polonia), un ejército europeo compuesto por más de 20.000 hombres (polacos, alemanes y franceses) fue masacrado por el ejército de Sübedei que tenía fuerzas mandadas por Bailar y Kadan. El propio duque Enrique cayó en el combate. Los mongoles tenían la costumbre de cortar las orejas para contar el número de enemigos muertos, y se dice que después de Liegnitz enviaron a su tierra nueve sacos llenos de estas sangrientas pruebas. El ejército que iba en ayuda de los polacos precedente de Bohemia, de 50.000 hombres, estaba sólo a un día de marcha. Pero los polacos no lo sabían.

Liegnitz significó un desastre para Europa ya que abría las puertas del continente de par en par para las temidas fuerzas que en 1206 había unificado Gengis Kan. Para sorpresa de la temblorosa Europa las fuerzas de los mongoles se fueron al tiempo por donde habían venido. La muerte del kan Ogoday había precipitado las luchas internas y las fuerzas de los mongoles se fueron hacia sus dominios.

Sin embargo dejaron un rastro de sangre, muerte, violaciones y desolación que Europa tardó mucho en olvidar.
Laín Coubert

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